
Cuando Saddam abrió los ojos advirtió no haber reflexionado nunca sobre el acto cuasi-mecánico de despertarse. Y al concluir que nunca mas podría hacerlo, su hemisferio cerebral derecho se mantuvo stand-by, atento a los imperceptibles rituales cotidianos. Se cepilló los dientes dos veces y olió el dentífrico. Leyó la lista de ingredientes, impresa en ese viboreante alfabeto árabe: monofluorofosfato de Sodio. Si Saddam hubiera sabido castellano, es probable que hubiese cortado de cuajo este abandono reflexivo, al percatarse con una mueca irónica que la marca de la pasta era Colgate. Para el desayuno atesoró el café y descartó los bollos. Y entre sorbo y sorbo aquella imagen volvió a su mente, el comienzo del definitivo final; aquella imagen en la que era desalojado de un pseudo-bunker, mas bien una madriguera, totalmente mimetizado como algún pariente cercano del simpatiquísimo mesocricetus auratus. Luego se sucederían una cadena de humillaciones muy de corte occidental: ocuparía las primeras planas de periódicos como The Sun (¿hay algo mas amarillo que el sol?), donde se lo inmortalizaría en calzoncillos, dando como resultado una especie de anticampaña de Calvin Klein; también CNN ubicaría en heavy rotation aquél chequeo médico, donde le introducían una linterna en la boca, mientras su lengua era inmovilizada con esas maderitas tan utilizadas para estos menesteres, y que comparten con disímil utilidad los profesionales del palito-bombón helado. No pudo evitar recordar tampoco su involuntario protagonismo en esa avalancha de irreverencias conocida como South Park, donde le rompía el corazón al mismísimo Satanás. Tampoco en aquella parodia múltiple protagonizada por el politóxico Charlie Sheen. En fin, "la corrupción de occidente es evidente", habrá pensado Saddam mientras apuraba el último trago de café, para volver a aferrarse al Corán. "¿Pero es que nadie se da cuenta?", se preguntó en voz alta. Su interrogante refractó por tres paredes de la celda bagdadí de máxima seguridad y se esfumó por los barrotes. Ocurre que la muerte del dictador se suma a la coctelera de información que desinforma al hombre de a pie: Guerra del Golfo, Torres Gemelas, Bin Laden, Afganistán, rusos, entrenamiento de la CIA, Eje del Mal, terrorismo, armas de destrucción masiva; pero también Abu Ghraib, Petróleo, cultivo de opio en Afganistán, Halliburton, Enron, reelección de Bush Jr. Aunque recordemos que la sentencia de muerte le fue bonificada por la masacre de 148 chiítas en 1982. Ahora, ¿dónde radica el aporte de condenar a muerte a una persona?; ¿significa la muerte de Saddam una reparación a las familias de los 148 chiíes?; ¿encontrarán así alivio las madres del Private Ramirez, el Private Estevez o el Private Johnson allá en Brooklyn?. Quizá G. Walker Bush, tan cerca del merecimiento y tan lejos de la horca, fuese el mas reconfortado: "es el tipo que quiso matar a Papá", afirmaba risueño desde su rancho texano, con 35 grados de calor a la sombra y un whisky doble en la mano. Matar a un dictador es como derrumbar Auschwitz. Es borrar la evidencia o la memoria de los horrores que no deben repetirse. Matar a un dictador es sumarse a la dialéctica barbárica que éstos proponen. Alimentar un ciclo previsible de muerte y venganza. La sensación de Saddam debió ser la de un pillo que es primereado por otros pillos. Saddam fue embuchado (¿o
embushado?) por el sistema judicial irakí. La puerta no chirrió cuando buscaron a Hussein para invitarlo a caminar por la milla verde. No pensó en últimos manjares, en apetitosos trozos de Kebab como los que le hacía su mamá, ni en el tentador Gulash; cuando fue preguntado por una última colación, levantó su mano derecha y se dio tres golpecitos en la mandíbula con los dedos invertidos: quizá una local versión gestual del "me chupa un huevo". Como si lo hubiesen descifrado, le ataron las muñecas aún sin que soltase su ejemplar del Corán. Rezó camino al cadalso, vaticinó la desaparición de Occidente y reafirmó su destino de mártir. Con la soga al cuello, no permitió que lo encapucharan. Los que lo vieron en los últimos instantes, destacan su compostura. Es que Saddam, al lado de su verdugo, habrá pensado como Cioran: se está a gusto entre asesinos.
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